Me gustaría volver a cuando una charla era solo eso: un intercambio, muchas veces torpe, mal grabado en la memoria, que se diluye en el aire sin dejar rastro —salvo que alguien haya dicho algo realmente genial—, pero por lo general nos olvidamos de casi todo lo que hablamos. Y qué alivio cuando es así. Cuando una experiencia no tiene que narrarse de manera ingeniosa, cuando no hay que sonar como si todo lo que hacemos tuviera una lógica, un sentido, un propósito.
Pero vivimos como si cada frase pudiera (o tuviera que) viralizarse. Como si cualquier idea o comentario debería terminar como una conclusión contundente. Como si todo lo que nos interesa, lo que nos gusta o lo que somos, tuviera que ser útil para algo más.
Está claro que este impulso de mostrar no es nuevo. Lo que cambió es el escenario. Ahora no mostramos para vincularnos, sino para insertarnos. Para entrar en una lógica que mide todo en términos de visibilidad. Si no se ve, no existe. Si no genera algo (likes, validación, interacción), no sirve.
El otro día alguien me preguntó por qué no me volvía influencer para difundir mejor lo que escribo. Como si fuera el paso lógico. Pero escribir es mi hobby. O lo era. ¿Desde cuándo los hobbies dejaron de ser lo que nos calma para convertirse en lo que nos vende? Pintar, escribir, hacer cerámica: todo lo que antes era refugio ahora parece tener que justificar su sentido con aprobación. Mostrar lo que hacemos se volvió parte del hacer. No alcanza con sentir: hay que compartir. Si no se ve, ¿existe? Si no genera algo, ¿valió la pena?
El mandato de producir ya no se detiene en lo laboral. Se filtró en el ocio, en lo íntimo, en los silencios. Ya no basta con hacer bien tu trabajo: ahora también tenés que tener un proyecto, un lado B. Y compartirlo, claro. Siempre compartirlo.
A veces tengo ganas de hacer algo y no mostrarlo. Pero enseguida pienso en cómo lo contaría. Me da miedo de no estar intentándolo lo suficiente. Ese miedo no es nuevo: solo cambió de forma. Antes era miedo a no pertenecer. Hoy es miedo a no estar presente. A no tener una narrativa visible. A que el deseo se pierda si no se transforma en post.
Y en el fondo, hay una parte que insiste.
Una parte mía que quiere volver a lo elemental: hablar sin grabar, escribir sin publicar, hacer sin justificar.
Volver a esa dimensión secreta del hacer que solo aparece cuando nadie está mirando.
A veces quiero compartir lo que hago, solo porque sí. Porque algo me conmovió o me atravesó. Porque decirlo en voz alta es una manera de habitarlo. Pero no sé si esa pulsión es genuina o si ya la tengo tan internalizada que no la puedo distinguir del mandato.
¿Es ego?
¿Es necesidad de reconocimiento?
¿Es la forma contemporánea de decir “estoy acá”?
Quizás no, quizás es todo eso junto.
Lo que me asusta es que ya no tengo claro qué hago por deseo y qué hago por algoritmo. El mandato de producir se volvió ubicuo. No se detiene en el trabajo. Se mete en los vínculos, en el ocio, en el deseo.
Y ahí está el truco. La lógica del contenido nos fragmenta. Nos corta en partes que se puedan consumir. Frases sueltas, fotos aisladas, reflexiones empaquetadas. Nos vuelve decibles en pequeñas dosis. Adaptables. Versionables.
¿Quién sostiene una idea entera?
¿Quién se banca el costo de pensar algo que no encaje?
Porque ideas hay. Pero pocas personas están dispuestas a asumirlas completas. A no editarlas para que gusten. A no suavizarlas para que pasen. A no convertirlas en algo que se pueda monetizar.
¿Qué hacemos con lo que no se puede compartir? ¿Lo tiramos? ¿Lo ocultamos? ¿Nos lo guardamos hasta que deje de doler?
Yo también me siento afuera. De espacios donde no supe hablar el idioma correcto. De lugares donde lo que traía no era suficiente. De formatos que no tengo ganas de encarnar. Y sin embargo, insisto. Sigo tratando de decir. De juntar los pedazos y hacer algo que se parezca a mí, aunque no funcione.
No todo tiene que tener una audiencia. No todo tiene que dejar registro.
No toda conversación es un podcast.
No toda idea tiene que volverse contenido.
No todo lo que sentimos tiene que pasar por el filtro de si “sirve”.
No todo lo que nos hace bien tiene que convertirse en marca personal.
A veces, lo más valioso es lo que nadie ve.
Lo que no entra en ninguna parte.
Lo que queda afuera.
